Estimados, comparto artículo publicado este jueves en Semanario Voces, en su página 15.
La crisis moral que nos atraviesa
Nuestro país, en un
fenómeno que no es ajeno a muchas otras sociedades, atraviesa un déficit de
capital cultural, cuyo trasfondo implica un problema valorativo, o sea, forma
parte de una crisis que es moral, asunto
nada menor y que condiciona nuestro presente y futuro. Urge, por lo tanto,
reflexionar y tomar cartas en el asunto, involucrando a todos los actores sociales
posibles, particularmente a aquellos, que, por su actividad y relevancia
social, son determinantes a la hora de pensar un cambio de rumbo.
En tal sentido, el
sistema escolar es absolutamente clave. La educación -inseparable del campo
valorativo- tiene por finalidad principal -más allá de otros papeles que le
caben- el generar espacios de reflexión y acción, espacios de la sensibilidad,
que nos permitan alcanzar la felicidad colectiva, el mejoramiento individual
que redunde en el mejoramiento de la “polis”.
Y esta tarea debe darse en el devenir de un contexto
histórico donde, justamente, a la actual disminución del capital cultural se
asocia (como causa y consecuencia a la vez) una modernidad “líquida”, en la
cual se han dejado de lado los valores de la modernidad “sólida”, fundada en
los viejos pilares de la Ilustración, motivo por el cual se vuelve vital
reivindicar la necesidad de pensar, haciéndolo desde la reactivación de los
vínculos de cooperación y acción colectiva. En tiempos donde el conocimiento ya
no se asocia a la idea de autorrealización ética vinculada al mejoramiento del
colectivo, sino que parece estar demasiado atado a los vaivenes del mercado
laboral y/o la formación estrictamente técnica, los educadores debemos retomar
fuertemente la impronta humanística, centrándonos –entre otros puntos- en la
perspectiva aristotélica de “felicidad”, la cual presupone una faceta ética
vinculada al conocimiento y se basa en la autorrealización dentro de un
colectivo humano, adquiriéndose mediante
el ejercicio de la razón que valora.
El valorar, el
sopesar, el elegir -en el marco de un tiempo histórico que ha dado un nuevo
giro al viejo debate entre valores universales y relativos- parece haberse
convertido en mala palabra, en algo propio de “conservadores” y “autoritarios”
y es, al menos, políticamente incorrecto sostener que determinados valores
culturales son preferibles a otros. La bienvenida diversidad cultural parece haber
devenido en una incapacidad valorativa. Se ha impuesto la mirada de que “todo
vale lo mismo”, lo cual no ha significado más que decir que “ya nada vale”.
Por otra parte, la
idea de un canon universal siempre ha supuesto una mirada elitista y la
marginación de toda expresión ético/cultural que no estuviera en sintonía con
esa medida de todas las cosas. Y los juegos de poder parecen emerger allí más
claramente, en tanto, en definitiva, ¿quién establece el canon y bajo qué
legalidad? No se puede negar que el fuerte acento en la diversidad cultural ha
dotado a nuestras sociedades de una mayor riqueza y ha permitido escabullirnos
del autoritarismo de la considerada a sí misma elite cultural, el “resguardo
moral” de toda sociedad.
Ambos
posicionamientos llevados a su extremo -ya sea el autoritarismo cultural del
universalismo o el relativismo que ya nada valora- parecen ser fieles
representantes del agotamiento de un momento u otro del transcurso de los más
recientes cambios de nuestra humanidad. En ese vaivén pendulante de conceptos
hegemónicos que suele mostrar la historia, los cambios culturales de la
globalización posmoderna parecen haberse inclinado fuertemente a favor de un
relativismo que ha ido exacerbando su postura y que, sin embargo, comienza
lentamente a generar un movimiento en contrario.
El aporte
innegablemente positivo de los estudios antropológicos en el campo de la
cultura, el beneficio conceptual y democrático de la idea de diversidad
cultural, son valores que han llegado para quedarse, pero que en su propio
devenir han instalado el germen de la vieja tradición universalista de marcar
límites valorativos, en tanto comienza a operar socialmente el reclamo de
escapar a las consecuencias de su radicalización.
No la tienen sencillo quienes de algún modo
están en el primer frente de esta batalla entre los cambios culturales y los
valores.
¿Y quiénes son aquellos que están en ese
primer frente? ¿Qué actores constituyen lo público, quiénes son determinantes
en la producción y circulación de los valores educativos y culturales y
proyectan las posibilidades de enriquecimiento del capital cultural en una
sociedad? Entiendo que existen al menos
cinco actores fundamentales, relacionados y en modo alguno interdependientes:
el núcleo familiar, las instituciones educativas, los medios de comunicación,
los gestores culturales y quienes toman las decisiones políticas en el campo
educativo.
Y en buena medida cualquier proyecto
educativo y deseable para el bien común de una sociedad contemporánea, debe
construir su política cultural sobre la base de enfrentarse al desafío desde
una óptica ética que atienda la problemática de manera integral, o sea,
incorporando decididamente a esos otros actores.
En tiempos donde el valor supremo de lo
cultural parece estar arraigado en lo divertido, lo simpático, lo espontáneo,
lo fresco, lo efímero e incluso lo decididamente chabacano no será sencillo
apelar a una subjetividad ávida de “consumir” otros “productos” educativos y
culturales, aquellos cuyas huellas escapen al mero divertimento de ocasión y,
en definitiva, marquen valores positivos en la comunidad.
Los principales problemas que el país está
padeciendo en materia educativa, tienen que ver básicamente con esta cuestión
de la desvalorización del capital cultural, con la debilidad del entramado que
conforma el espacio cultural-ético. Fallará toda política de gestión o proyecto
técnico en áreas como la educación sino es abordada desde el concepto central
que es el del fortalecimiento del capital cultural, abordaje que requiere ir
más allá de la mirada meramente economicista o del modismo de la diversidad carente
de valoraciones.
Una cultura de valores y valores culturales
que fortalezcan la idea de convivencia y bien común es la propuesta que debe
encabezar una política educativa que logre superar las actuales dificultades
(que son globales y suponen el signo de una época). Articularla y ponerla
finalmente en juego es el desafío por el que se debemos estar trabajando todos
los involucrados.
En lo inmediato, en ese espacio central de la
educación, se vuelven propedéuticos tres ejes de reflexión y trabajo:
a) El visualizar los espacios educativos como espacios de
resistencia ética (y contracultural, visto nuestra actualidad).
b) Apostar a la formación permanente de los educadores bajo
una perspectiva que supere la crisis de la separación entre lo pedagógico y el
campo de la investigación.
c) Humanizar la educación.
Sobre cada uno de estos puntos, reflexionaremos en
nuestras próximas columnas, esperando generar un diálogo fecundo, que genere un
intercambio público que se nos presenta de modo urgente, porque nuestra crisis,
antes que económica, es cultural, es educativa, o sea, es moral.